martes, 29 de noviembre de 2011

ESPEJISMO





Celia había cogido uno de esos periódicos de difusión gratuita. -No puede ser cierto lo que estoy viendo.- Se dijo.



“SEGÚN UN VIDEO, LA REHÉN BRITÁNICA HA SIDO DECAPITADA.” -Era la noticia.



Todos los hombres iban con pasamontañas negros; apenas se les veían los ojos y la boca. La prisionera con una sudadera azul, el cabello negro cortado al estilo paje, nariz breve, ojos casi cerrados, expresión ausente y aparente aceptación de su destino, parecía mirar hacia abajo, hasta el encuadre donde estaba colocado el artefacto que la llevaría más allá del suplicio. Uno de ellos, con la mano extendida sobre la cabeza de la prisionera, obligó a ésta a bajarla, para que resultara eficaz y precisa esa especie de guillotina casera.



Desde su llegada no recordaba haber visto nada más que el aeropuerto. En la claridad del día -que, la deslumbró- el sol tenía un matiz rojizo y blanco con el contorno desdibujado, cubierto por cierta calima; entre densas ondas de calor unidas al vientodel desierto, el sol se deshacía y volvía a rehacerse en una contradanza inquieta presagiando trágicos acontecimientos. Del suelo ascendían nubes de polvo y calor envolventes que amenazaban con cegarla. Se colocó las gafas de sol. No observó nada de particular, -sólo el olor penetrante a alquitrán y a gasolina. –Como en cualquier aeropuerto, –se dijo- Nada le llamó la atención, salvo una zona acotada donde había aviones, camiones y jeeps del ejército. Tras las vallas que rodeaban al aeropuerto había unas cuantas palmeras, árboles raquíticos, y sobre todo, matorrales. A lo lejos, la típica ciudad musulmana. En Londres, sus instructores le habían enseñado a Margaret varias fotografías de la ciudad donde iban a desarrollarse algunas de sus labores como intermediaria, y en esa primera impresión visual in situ, nada le causó sorpresa.



Tienes qué decirnos los nombres. ¿Quieres una buena comida? – Pues dinos los nombres- Sabemos que conoces los nombres -Le habían gritado, en un inglés elemental muy rudimentario. Y Margaret, trataba de recordar. Si no nos los dices, tú misma estás condenándote. Utilizaremos tu cabeza como señal de que no vamos a hacer concesiones. Le enseñaremos tu cabeza a esos cerdos.

Casi sin comida y sin agua, Margaret no sabía qué era lo que tenía que recordar. Lo más enloquecedor es que -en realidad, no sé por qué estoy aquí -¿por qué vine yo aquí?

Estaba mareada, desorientada, y había perdido el apetito. Sin noticias del mundo exterior, sin sentir el apoyo de su gobierno, se iba derrumbando. Y lo que la tenía más desquiciada y sin fuerzas, era aquella música tan alta de resonancias familiares que no apagaban ni de día ni de noche. Siempre era el mismo disco.



No tuvo ningún percance con los habituales trámites de aduana. Fuera de las dependencias del aeropuerto, la esperaba un coche con el distintivo de la embajada inglesa, y tres hombres en su interior. Uno de ellos, de los dos que estaban sentados en la parte posterior del vehículo, salió a su encuentro. Llevaba una tarjeta de identificación que lo acreditaba como miembro de la embajada y, con su nombre reseñado en inglés -además de una clave sólo conocida por Margaret. –Bienvenida. -Gracias, dijo Margaret. -Ahora tenemos que pasar por la embajada, para registrar su llegada. Ya sabe… todo rutinario. Sí, comprendo. A Margaret le abrió una de las puertas traseras y él se instaló en el asiento del copiloto. Después de salir del aeropuerto, en cuanto el coche hubo rodado unos cien metros, se desviaron de la carretera principal otros doscientos metros, y aparcaron ¿Por qué nos paramos?… ¿algún problema? preguntó la mujer.

Sin responderle, uno de ellos sacó un trozo de esparadrapo y le tapó la boca.

Ni siquiera le dio tiempo a gritar. Con los ojos desorbitados sólo podía mover la cabeza y el cuerpo. Acto seguido, también le vendaron los ojos. –Si no dejas de moverte, te haremos daño. Así, que… mejor qué te estés quieta. Margaret sintió en su costado la boca de un arma – o, eso le pareció- Seguidamente, la hicieron salir del coche, la agarraron por un brazo y la condujeron hasta otro coche, que debía ser la furgoneta que Margaret creía haber visto aparcada cuando llegaron, y que en su momento le había parecido extraño ver aquel vehículo allí, en aquel paraje solitario.



Llevaba así dos semanas. O eso es lo que creía. Había tratado de contabilizar el tiempo, arañando cada día la pared de yeso desconchado de la celda, con una raya. Primero la habían conducido vendada, hasta la habitación donde estaban ellos, -siempre con la cabeza cubierta por una máscara negra, excepto una rendija para los ojos y otra para la boca- La obligaron a subir unas escaleras, hasta una habitación. Allí, le quitaron la venda y le ofrecieron cigarrillos occidentales, que ella rechazó –no fumo- dijo- La habitación estaba saturada de humo de tabaco y bebían constantemente un té que, curiosamente, no olía a té. En ese ambiente sofocante del humo del tabaco, todo era una mezcla de olores, entre rancio, acre, espeso y dulzón. Empezaron las preguntas. Luego, ante la impaciencia que les produjo las respuestas de Margaret, volvieron a vendarle los ojos; la hicieron caminar primero a la izquierda, luego por un pasillo hasta descender unas escaleras, y por fin, hacia la derecha.



El guardián abrió la puerta, le quitó la venda y empujó a Margaret dentro de una habitación. Ahí tienes un retrete, una cama y una botella de agua, -dosifícala bien. Y, volvió a cerrar tras él, dejándola sola. No le dio tiempo a reconocer la habitación. En cuanto la puerta se hubo cerrado, Margaret sintió que aquello era la antesala de un oscuro infierno. Al principio, creyó que la habían encerrado en un cubo de cemento negro. No veía nada, ni siquiera sus manos con las que se palpaba la cara. Recordó las instrucciones que le habían dado en Londres, y procuró relajarse. Se dejó caer en el suelo y así estuvo sentada más de media hora para acostumbrarse a la oscuridad, hasta que le pareció vislumbrar una fuente de luz muy tenue que procedía de lo alto del techo, y que debía ser una salida de aire; después de un buen rato, también reconoció la forma de una ventana que parecía haber sido tapiada, y que dejaba filtrar un ligero resplandor provinente de la luz diurna.



-No sé nada- En realidad, me anunciaron que el plan iba a desarrollarse durante mi estancia aquí y, que… irían dándome instrucciones, a medida que surgieran los cambios. Por eso, no sé nada. Al venir, sólo sabía que mi embajada se pondría en contacto conmigo, pero no sé lo que ha pasado ni por qué estoy aquí- Yo soy agnóstica, pero mis padres son musulmanes, y hablo un árabe muy parecido al vuestro. Con mi ascendencia árabe sólo pretendía ayudar a un mejor entendimiento entre vuestro gobierno y el mío. ¿Por qué no nos lo has dicho desde el principio? – Porque no me lo preguntasteis, dijo Margaret- O, sea… que, además, eres una traidora a Alá. Eso no es cierto. Repito que soy agnóstica, ¿sabéis que es eso? pero tengo unos principios éticos y morales, tan válidos como pueda tenerlos el Corán.



Margaret pensó en su marido y sus hijos. En los últimos días que había pasado con ellos. Estaba preocupada por los estudios de Tom su hijo mayor. Últimamente, parecía intranquilo; tanto su marido como ella, ignoraban dónde andaba metido. Le dejaban hacer. Al fin y al cabo, ya tenía edad suficiente para tomar sus propias decisiones. También pensó en Alice, que siempre había sido más responsable. Había terminado con éxito sus estudios de restauradora y se había independizado. Ahora vivía con un amigo.



¿Por qué se había decidido a hacer de intermediaria entre su Gobierno y los terroristas islámicos?... Porque, aunque sabía los riesgos que corría, necesitaba encontrar una motivación a su vida.

Margaret, ¿vemos el video que he traído? Gracias Tom, pero estoy cansada. Prefiero escuchar música con los cascos puestos.



Se habían conocido en una discoteca, y las luces de neón, en aquel entonces hicieron creer a Idoia que eran estrellas que acompañaban a Mikel, la estrella más brillante de la noche. La verdad es que a Idoia le había gustado Mikel desde el primer momento, quien le dijo que vivía con unos parientes. Llegó la primera cita, luego la segunda… así, hasta que casi sin darse cuenta entraron en una intimidad compartida de risas, de besos, de confidencias. Todo había sido como un sueño que había terminado en pesadilla.

La estancia en el caserío y la tensión de los últimos meses, habían puesto a prueba sus sentimientos, distanciándolos hasta la desconfianza.

Ahora, eres uno de los nuestros, le dijeron a la mujer.

Ella pensó en todo lo que se jugaba. Pero no se volvió atrás. ¿No te dás cuenta de que tú eres una víctima más? ¿Por qué tenéis que seguir matando? ¿por qué esa espiral de odio y violencia que no se acaba nunca? Ya te lo explicaremos, en su momento. Nadie te ha obligado a venir. Ahora tienes que obedecer, para comprobar que mereces nuestra confianza. -En total, me parece que aquí estamos ocho –contabilizó Idoia-



Había venido, básicamente, inducida por su pareja. Él le había hablado de lo importante que era conocer la injusticia de los opresores, -que le estaban negando a su país su identidad y su independencia- y obrar en consecuencia. –Tienes que estar concienciada políticamente – tú, también perteneces a nuestro pueblo. Y, cuando hayamos vencido, haremos justicia, y les daremos su merecido a todos los que nos han negado su apoyo. Todos los patriotas de nuestro país han luchado, y hasta han dado su vida por nuestra causa.



Idoia miraba al suelo mientras era escoltada por los agentes antiterroristas, desalentada; no porque la hubieran detenido… ni siquiera porque sabía que iba a cumplir condena unos años…, sino porque sabía que su historia con Mikel no había funcionado ni iba a funcionar jamás. Esa era su auténtica derrota. En esos momentos para ella su fracaso sentimental era peor que la tortura, peor que el presidio. Desde el interior del vehículo, tras el marco de la ventana de la puerta uno de los policías aguardaba a Idoia y la vigilaba atentamente, mientras ésta se introducía en el coche.

Todos los hombres iban con pasamontañas negros, y apenas se les veían los ojos y la boca. La prisionera con una sudadera azul, el cabello negro cortado al estilo paje, nariz breve, ojos casi cerrados, expresión ausente y aparente aceptación de su destino, parecía mirar hacia abajo, hasta el encuadre donde estaba colocado el artefacto que la llevaría más allá del suplicio. Uno de ellos, con la mano extendida sobre la cabeza de la prisionera, obligó a ésta a bajarla, para que resultara eficaz y precisa esa especie de guillotina casera.



© PARA YOGURES Y CROMOS: BELÉN TEJEDOR PASCUAL